jueves, 9 de octubre de 2008

AGARRATE CATALINA



No puedo decir que no existen infancias tristes, o infancias felices, porque en todo caso, estaría hablando siempre de mi infancia. Un papá enfermo, un patio grande lleno de bichos, una prima con quién pelear y comer girasoles, una abuela hipocondríaca pero que preparaba unas leches riquísimas.
Todo eso, trato de decir en mi primer post (Ay, qué formal suena, "mi primer post", dolor de panza) Primera regla: no expicar lo que se escribe (ya empecé transgrediendo)
Bue...basta de tanto barroco!
Me digo a mí misma, feliz estreno, y con una zapatilla me piso la punta de la otra, aunque no sea eso lo que esté estrenando, pero hay costumbres bobas que mejor conservar.



AGARRATE CATALINA

Hay cosas del pasado que sólo uno puede saber. Para eso, los juguetes y los olores son un ayuda memoria infalible. Son una mano que te tironea hasta meterte en la escena justa.

En mi caso el olor a café con leche es una máquina del tiempo que me tira en medio de la cocina de la abuela Ana, sentada en la cabecera de la mesa, desde donde se ven mejor los dibujitos. El guardapolvo, hecho una bola en el sillón. Son las cinco y cuarto. Recién llego de la escuela. La abuela me estaba esperando. "Hola mi piojita”, y enseguida sus brazos gordos, ese dúo de carnes colgantes como reses asomando por su vestido sin mangas floreado. Era la hora más feliz de la tarde.

Por entonces, admiraba a mi abuela como a uno de esos santos de La Piedad, iglesia del barrio en la que todos los chicos tomábamos la comunión. Ella era para mí como una especie de Virgen María gorda y colorinche. Sería por su parentesco con la castidad que preparaba unas leches purísimas, sin gordura, ni grumos. Echaba un chorrito de agua caliente en la taza, para diluir la leche en polvo y la malta, y revolvía; entonces sí, servía el resto. En esos tiempos era malta porque no alcanzaba para café. Sacábamos todo del almacen "San Cayetano” que regentaba la abuela secundada por mamá, pero con los fiados a los vecinos más la inflación, no había comercio que aguante.

Mamá, papá y yo, vivíamos atrás de lo de la abuela, en una casa un poco más chica. Bueno, mamá y yo vivíamos, papá sobrevivía. Una nefritis mal curada lo tenía en diálisis permanente y pasaba más días tirado en alguna clínica de Buenos Aires que viendo como yo aprendía el abecedario y mejoraba con las sumas y restas. Mientras él trataba de zafarla, había que seguir con las cosas de siempre, eso decía mamá, vos a tus juegos, mamá al trabajo, los abuelos te cuidan y todos rezamos por papá, para que vuelva sanito. Eso decía cuando hablaba, porque a veces pasaba días muda, con la mirada en los zócalos, como esperando el saludo de alguna cucaracha.

Las estadías de papá eran cada vez más cortas, cada vez más visitas, y terminaban en valijas, un pancho y una revista que siempre alguien me compraba en la Terminal como estrategia para desviar mi atención de la mano de papá diciendo chau desde la ventana del micro. Pero cuando volvía era una fiesta.
Traía regalos para todos, pero a mi solo me importaban los míos. Me acuerdo de la lupa. “¿Qué querés que te traiga de Buenos Aires, princesa?”, “Una lupa”, “Hecho, una lupa”. Mientras él se recuperaba en capital, yo le hacía dibujos y le escribía fotos, le ponía TE AMO en colores y me pintaba de rosa fuerte para estampar besos postales, pero ni una palabra de la lupa. Sabía que no iba a olvidarse. Era nuestro pacto silencioso. Cuando después de un tiempo, para mí más largo que el pasillo de mis casa, él volvía de Buenos Aires y se paraba en la puerta para verme correr a su encuentro, yo sabía que eso que brillaba en su mano, envuelto en un papel berreta y arrugado, era mi lupa.

Esa vuelta, él estaba más flaco y amarillo que nunca. Le sobresalían los ojos y el bigote Freddy Mercury era lo más vigoroso de toda su anatomía. Me acuerdo de que lo abracé ansiosa por confirmar mis percepciones, y sí, traía mi lupa. Desde entonces, reemplazó en mi ranking de pasiones a los dibujitos de La Magia de Titila. Pisaba hormigas negras y les quebraba las patas. Levantaba y partía ladrillos para ver que había debajo. Bichos bolita, arañas, con suerte alguna lombriz. Las cortaba con cuchillos tramontina y las veía a través de la lente. Me impresionaba que sus partes siguieran moviéndose. Un día le pregunté a papá porqué no hacían eso con él, cortarle esa parte que no le andaba y chau.

Mi nueva dedicación me absorbía tiempo completo. Los días de lluvia, la lupa renovaba sus funciones en los ambientes cerrados. Los granos de azúcar eran piedras gigantes y descubría las fallas de fábrica en los adornos de cerámica de la abuela, tales como la boca mal pintada de alguna bailarina musical o la mancha en la cabeza de la cabra del pesebre. Por esos rituales individualistas me gané de lleno la manifiesta reprobación de mi prima Mariela, quien vivía en la última de las casitas del terreno chorizo: primero la de los abuelos, la mía y después la suya.

Con Mariela no sólo compartíamos patio, sino abuelos, lo cual no resultaba tan fácil, ni tan difícil. La familia de ella tampoco era un modelo. Mi tío tomaba vino, mi tía pastillas de todos los colores y a Mariela no le quedaba otra que ser la más grande de los tres.

Por oposición a esta rutina familiar o por mera predilección, Mariela elegía siempre jugar a la casita y recrear escenas ideales con hijos felices, bien atendidos, bien alimentados. Por lo cual, mi preferencia por la lupa, los frascos de vidrios con hormigas, cascarudos y germinadores, la sacaba de quicio. Era ridículo que me negara a jugar a las muñecas y que encima le diera como única explicación que no me gustaba hacer de mamá. Pero era verdad.

A pesar de la distancia entre sus barbies, peponas y jolly bells y mis insectos aplastados, en tiempos de tregua, éramos felices. Comíamos mandarinas en la vereda de la abuela o comprábamos bolsitas de girasoles en lo de Gladis o Borelli, los quiosqueros del barrio yescupíamos las cáscaras con energía, para ver quien llegaba más lejos. Eso sí, cuando se desataba la guerra, Agarrate Catalina.

Nos tirábamos de los pelos sin aflojar y mi prima decía que yo era una maricona y que lloraba sin lágrimas , y ninguna quería soltar el mechón primero. Claro que yo tenía las de ganar por ser la más chiquita. Por razones como esa Mariela me quiso y me aborreció (graduando la intensidad según la circunstancia) desde el día en que vio asomar del bebesit mi cabeza deforme, un híbrido entre el cráneo de Condorito y los mutantes de la Guerra de las Galaxias, sobre la que todos decían ¡Qué hermosa!