martes, 14 de octubre de 2008

AGARRATE CATALINA (PARTE II)


Un mono con cara de goma y cuerpo peludo, fue el siguiente regalo que papá me trajo de Buenos Aires. Esta vez, él estaba muy gordo, parecía un globo en el segundo previo a reventar. “Es por un remedio, princesa”- decía. Quería pegarme a él, contarle todo lo que había aprendido, morderlo, besarlo, pegarle. Pero se encerraba con mamá y hablaban durante horas. Cuando me acercaba a la puerta para ver si faltaba mucho, alcanzaba a escuchar palabras como miligramos, deltisona, lista de espera, infecciones, mala praxis y apellidos raros. Entonces volvía a mi mono. Su cuello se adaptaba perfecto al ángulo de mi axila y así andábamos todo el día, cuello contra axila.


Con Mariela fueron tiempos de reconciliación, casi como una primavera, porque por primera vez yo no oponía resistencia a su propuesta de jugar a la casita y ella incentivaba ese brote de instinto materno prestándome sus ollas, sartenes, tazas y hasta huevos en miniatura. Convengamos que un mono no requería los esfuerzos de cambiar pañales y esas cosas. Además, tampoco hacía preguntas, se dejaba atender y listo. En cambio, las muñecas podían salirse con cuestionamientos y a mi no me daba la gana. Además, con el mono no había problemas de alimentación, comía bananas todo el día. Cuando advertí que sus dedos de goma me permitían entrelazarle las manos empecé a llevarlo colgado a todas partes. Pero para entonces papá ya estaba por volver con otro juguete. El mono tenía los días contados.


El títere acompañó mi etapa de etapa de algún tipo de borote psicológico en el que el Yo pasa a ser dicho por otro, o en tercera persona. Hablaba todo a través de títere. Ante un “Chiquita, no comiste nada”, mi muñeco contestaba con mi voz pero más aflautada, “Dice Ani que estaba muy rico, pero está llena”. Era un títere muy educado. Decía Buen Provecho en nombre de las dos.
Un día se me cayó en un balde. Por miedo a que se pudra, lo dejé sobre la mesada del patio, al sol. A cada rato lo iba a mirar. Sus pelos eran de lana. Sus ojos estaban cosidos con hilo celeste. Yo le decía, te bañé para que estés más lindo, pero le veía cara de no creerme nada. Al final se secó y volvimos a nuestra comunicación indirecta. El idilio terminó cuando mi perra Petunia, encontrándolo afín sus intereses lúdicos, lo olisqueó, lo babeó y finalmente lo descabezó. Fue un alivio para todos. Le di santa sepultura en el patio, abajo del limonero.



Del equipo de gimnasia azul me acuerdo clarito. Se lo había pedido a papá, porque faltaba poco para empezar la escuela. Era de un gusto femenino, lo que me hizo desconfiar de que lo hubiera elegido él. El buzo tenía el motivo de una nena rubia sosteniendo una inmensa regadera de la que salían gotas. No era un estampado de esos que se van con el primer lavado. Era una goma gruesa, gotas de un auténtico espesor. Y en la parte de adelante del pantalón había una flor sonriente, una margarita abierta a las gotitas que caían de la regadera. Esa nena sos vos -dijo papá- Y yo soy la margarita. Entendí que se sentía mejor. Que iba a volver pronto. Eso me dispensó de seguir asistiendo a los rosarios semanales organizados por la abuela con las viejas del barrio para pedir a los santos por un donante, cosa que yo ni sabía lo que era. Hasta que el donante llegó. Los estudios indicaron compatibilidad entre mi papá y mi abuelo. Se arregló una fecha. Había una esperanza. Pero había que seguir esperando. Como decía mamá. Vos a la escuela, mamá al trabajo, los abuelos te cuidan…y la parte más linda “papá vuelve sanito”.