jueves, 16 de octubre de 2008

LAS TOTAS Y DEMÁS



En mi barrio las mujeres son como la Tota: cincuentona, pelo corto o en rodete –como helado bolita recién servido- pollera o solera floreada y ama de casa convencida.

En las tardes de verano, tipo siete, cuando amengua el calor y aunque el asfalto siga que pela, los chicos salen de sus casas, pelota en mano, con una velocidad directamente proporcional a la fobia que sienten por las siestas, esa cárcel de colchón y persiana baja.

A esa misma hora, las Totas del barrio hacen los mandados mientras sus hombres se dejan ver en las veredas, brazos en cintura, ojos en dirección al cielo, como expertos meteorólogos.

Por la esquina del Noroeste pasa la 505 que te lleva al centro. También la 506, pero da más vueltas y agarra muchas calles de tierra, haciendo saltar a los chiquitos y mujeres que se sientan atrás.

Las chicas del barrio esperan al micro como a un novio. Se paran en las esquinas perfumadas, con sus pantalones blancos, sus remeras ajustadísimas y el pelo mojado. Nunca se sabe a donde van. Están de a dos o de a tres. Son Totas en potencia, o si se quiere, totitas. Se codean entre sí cuando los piropeadores de siempre, tetra o cerveza a la vista, les gritan de todo desde la puerta del quiosco de Carlitos, versado aglutinador de muchachones de esta raza etílica y bocona.

Todo transcurre más o menos así, a no ser que sople un viento de aquellos o se desate la típica tormenta pasajera. Si esto pasa, Carlitos entra el cartel del quiosco y las Totas van a buscar a sus hijos a la cancha, donde todavía están pateando, con la tierra pegada, hechos un asco.

Para las Totas es todo un tema que las agarre la tormenta justo a la hora de hacer las compras. Ese repentino cambio climático trastoca de tal modo sus planes, que en vez de bife con fideos, van a tener que improvisar unas croquetas con el arroz del mediodía. Así, mientras el aceite hace globitos en la sartén, la tormenta arrasa con cartones y botellas de plástico.

Claro que en el Noroeste, como en cualquier barrio del mundo, el viento también pasa y de a poco todo vuelve a su ritual. Las esquinas se pueblan, los maridos de las Totas vuelven a salir a las veredas y los chicos que hace un rato se transformaban en mini powers y hombres arañas, ahora toman jugo y transpiran sosegados.

Pasada la tormenta, llegan las noches más lindas, esas fresquitas como sonrisa de Colgate y con estrellas recién lustradas. Entonces, las Totas sacan sus sillas a la vereda, se acomodan como gallinas ponedoras y emiten comentarios autobombo de tipo: “¿Yo que dije? Era una tormenta de verano nomás”.