viernes, 7 de noviembre de 2008

EL CINE DE MI VIDA (parte 1)



Mi primera vez en el cine fue con la abuela Ana y mi prima Mariela. Por lo menos, la primera que recuerdo.

Fuimos a ver BAMBI, película que quedaría grabada en sus espectadores gracias a esa tierna imagen del cervatillo haciendo intentos fallidos por pararse, a minutos de nacer (y por otras más, que ya contaré)

Llegamos temprano para conseguir lugar (preferentemente en el medio y sin ninguna cabezota tapando el horizonte luminoso) y compramos muchas golosinas porque entonces las funciones eran dobles (pasaban dos películas con un breve intervalo entre ellas)

Antes de que apagaran las luces, la abuela ya arrugaba una treintena de papelitos de caramelos, los guardaba en la cartera y echaba mano a un pañuelo bordado, blanco con flores rosas con el que se secaba el sudor. Mientras, mi prima y yo indagábamos el lugar, la pantalla enorme, los otros chicos, mascábamos chicle y estudiábamos la capacidad de rebote de los resortes de los asientos.

Quién diría que una previa tan excitante terminaría en catástrofe y lágrimas.

No, la abuela no se atragantó con un pochoclo víctima de su ferocidad oral, ni se quedó atorada en la butaca con la consiguiente complicación de llamar a los bomberos, ni le propinó un cross de derecha a la gordita colorada de trenzas que masticaba con la boca abierta y preguntaba a cada rato con su voz chillona: ¿falta mucho?

Peor que eso: el protagonista, el ingenuo ciervo con el que nos habíamos encariñado, reído e identificado todos los pequeños de la sala, de pronto se quedaba huérfano.

A mitad de película ¡se murió la mamá de Bambi!

El disparo de un cazador nos dejó a todos sin aliento y más aun cuando la cierva eligió sus últimas palabras:

-Apúrate Bambi! Sálvate, corre hacia el bosque!

Y Bambi, corriendo entre la nieve, gritaba desgarrado: Mamaaaaaaaaaa!

Ahí no pude mirar más. Recuerdo haberme lanzado al piso para buscar refugio en la butaca de adelante, escudo protector de las imágenes siguientes (Bambi llorando, perdido, solo frente a los peligros del bosque, desamparado, acosado por fieras y demás perversiones premeditadas por guionistas y secuaces)

¿Cómo podían existir unos libretistas tan sádicos, capaces de arrancarle al cervatillo lo más importante del mundo provocando la paranoia de cientos de espectadores que no pasabámos el metro de altura y llorábamos desconsolados?

Las madres no daban abasto con sus consuelos de upa y pañuelo. El cine, hablando en criollo, era un mar de mocos. Mucho antes de congelarse, Disney ya perfilaba su corazón de hielo.

En mi siguiente incursión de este lado de la pantalla grande se repitió la fórmula: abuela-prima-yo. Esta vez usé mi butaca-trinchera en la parte en que a un Luis Miguel de 11 años, corte taza y voz de eunuco, le anunciaban que iban a cortarle las piernas y que ya nunca volvería a caminar. Su padre le decía: "Tienes que ser fuerte, hijo" (el tú de los culebrones era marca de importación) La cámara hacía un primer plano de la cara del niño de porcelana, mientras éste lloraba y entonaba la canción "Ya nunca más", dedicada a su madreque, para aportar mayor dramatismo, estaba muerta (Luis Miguel ergo mi segundo Bambi)

La tercera vez, la fórmula cambió: mamá-yo. La película: “Pie Pequeño en busca del valle encantado”. ¿Qué le sucede a este simpático pichón de dinosaurio llamado Pie Pequeño? Adivina, adivinador. No, no lo llamó Tinelli para hacer de Bernardo, ni el Discovery Kids para disfrazarse de Barney. Pie Pequeño, se quedó sin mamá casi al principio del film. O sea, vino a completar la trilogía de crueldades cinéfilas dispuestas a arruinarme la infancia inoculando en mi cerebro en desarrollo los miedos más crueles.

Después de la influencia de Walt, me invadió una especie de (horror, pavor, temor, terror...) pánico inconfesable.

Sólo lo supimos mis pesadillas y yo, pero es hora de confesarlo.

Tuve miedo de que ese colectivo que traía a mamá del trabajo a casa, del que ella bajaba con expresión de cansancio (pero con una sonrisa hermosa al verme) un día no me la devolviera, se la llevara lejos, a ese lugar al que ya se habían ido las mamás del celuloide y del que no habían vuelto, a pesar de las tristezas a coro.

Por eso durante meses la esperé en la parada del colectivo. dejé mis juegos por la mitad, o la leche, o los deberes. Fui un granadero. La custodia personalizada de mamá. Ella nunca lo supo (un verdadero ángel de la guarda no revela su identidad)

A mi no me la iban a sacar tan fácil, che.