viernes, 12 de junio de 2009

UN INFIERNO.



Ya no recuerdo las circunstancias de mi muerte, pero no me preocupa, acá es así, es parte del programa intensivo de olvidos, que dictan las maestras frustradas del infierno.


- “Ya tenemos demasiados ángeles obesos” -escupió San Pedro cuando me vio aparecer por el cielo con mis más de cien kilos de humanidad. Acto seguido, ligué tal llaverazo que caí de culo en el purgatorio en medio de una mesa recién servida, con todos sus comensales lanzados al banquete.

Enseguida me abordaron un grupo de pecadores solidarios que participaban del reality “Cuestión de Fe”, conducido por los antepasados del Dr. Cormillot. Ellos me explicaron en qué consistía este lugar, en el que (se suponía) debía prurificar mis pecados terrenales. Dado que el más grave de ellos había sido la GULA, mi "cura" espiritual consistía en una estricta dieta de 600 calorías diarias que viniera a compensar aquellos atracos de tardes de cine en que sabía devorar un cuarto de quiosco en menos de lo que duran los adelantos.

Ahí fue cuando comprendí, por qué en vez de la luz del túnel o la cara de mis muertitos más queridos, en el final de mi vida sólo pude ver imagenes de mis manos abriendo los envoltorios de miles de alfajores de distintas marcas y tamaños, mi boca dispuesta a intervenir sobre bocados enormes, papas fritas con mayonesa, hamburguesas, ñoquis con salsas de todos los colores, capelettis, marineras empapadas en aceite, choripanes, cañones con dulce de leche, pastafrolas, chinchulines. Una y otra vez, mi boca de todas las edades, reproduciendo mordiscones, moviendo sus engranajes, formando la pasta previa al bolo alimenticio.

Lo más llamativo de que aquella proyección era su retrospectiva ya que terminó con la imagen de un bebé angurriento, enrojecido de furia por no conseguir sacar más leche de una teta materna textualmente reventada. Era yo. Sí, la gula, definitivamente me había acompañado desde los primeros suspiros y Upita la la.

En el purgatorio debía controlar mis impulsos y no caer en la tentación de esconder entre las nubes los salames y bizcochos de grasa que solían dejar como "cebo" los productores del Reality. Nos filmaban con cámaras ocultas que trasmitían, en vivo, para delicia de querubines, arcángeles y toda la troupe celestial, quienes eran los encargados de dejarnos fuera del juego, con el significado que esto tenía: seguir rodando escaleras abajo, esta vez hacia la última parada del infierno.

Nadie puede decir que no lo intenté: me inflé con más de tres litros diarios de agua, les inventé consistencia a las magras barritas de cereales, consumí todo lo que contuviese en su frente la palabra LIGHT y hasta escribí mis deseos y frustraciones infantiles en papelitos que todos quemamos llorando en hogueras comunitarias. Mostrarse en malla, con los colgajos al viento en el mismo instante en que se producían los encuentros "sorpresa" con familiares lejanos también muertos, era el punto más algido del rating. A veces sucedía que algún participante ni se acordaba del pariente en cuestión, pero luego de escuchar los golpes dramáticos de la música y adentrarse en los detalles morbosos de su muerte, no se podía más que estallar en llanto, al menos para sublimar tanta hambruna o para no decepcionar la necesidad ajena de emociones violentas. Pero no fue suficiente. La producción del purgatorio tenía un minuto a minuto demasiado exigente.

A mi favor, debo decir que adelgacé unos cuantos kilos; en mi contra, que no siempre jugué limpio. Algnas pastillitas compradas a los narcos del purgatorio, apuraron ciertos efectos. Hasta acá, nadie había notado mi trampa, e incluso, era una de las "favoritas" de la triubuna reforzada. Pero todo cambió el día en que la conductora, una teñida desquiciada que meneaba obscebamente sus siliconas por videconferencia celestial, me preguntó: ¿Siempre fuiste gordita? Enloquecí ¿No le bastaba ver los surcos de mi castigada anatomía? ¿Tenía que clavar su aguijón en el costado más vulnerable de mi autoestima? La ira se apoderó de mí. Me sentí como uno de esos personajes alienados de 1984, en sus Dos minutos de Odio. De fondo sonaba Bebe: “Hoy vas a descubrir que el mundo es sólo para ti…” Entonces, destrocé a patadas el decorado, salté sobre la balanza hasta reventarla y amenacé a Dios ante las cámaras con las palabras más indecentes de la Historia Universal (terrestre y celestial) Un grupo de profesionales me sujetaron y la producción pidió "un corte".

El resto de los gordos, aún los solidarios, se me vinieron al humo alegando que de mi saco se habían caído unas tabletas de pastillas no permitidas en "Cuestión de Fe". Forcejeo va, piña viene, empecé a rodar escaleras abajo hasta impactar contra un paredón que terminó siendo un pasadizo secreto hacia el infierno.

Pese al estruendo de mi caída, el diablo ni me miró. Estaba profiriendo insultos y amenazas telefónicas a un político de poca monta a quien le había comprado el alma por algunos euros.

- Sr. Diablo -le dije temerosa- creo que no llego en buen momento.

Él finalizó la conversación, hizo un fondo blanco de vodka y echó fuego por la boca aportando su cuota de destrucción al calentamiento global, con sus consecuentes incendios, deshielos e inundaciones. Después me miró y largó una carcajada.

- ¿Querés hacer algo por mí, gordita? - aventuró. A pesar de que no me hiciera gracia el "gordita", me dije que era el momento de mostrarme decidida. Si debía quedarme en el peor lugar, al menos que fuera bajo un trato especial.

- Lo que usted mande, Don.

Se ve que le caí bien de entrada porque enseguida me invitó a la suite nupcial y, tridente mediante, probamos el kamasutra en todas sus variantes infernales. Desde entonces, soy su secretaria. Mi oficina es la popularmente conocida “Antesala del Infierno”.

Detrás de estas paredes, todos la pasan muy mal, casi todo el tiempo; menos yo, que la paso mal, sólo veces. Si ustedes se quejan de sus jefes, no querrán saber lo que es el mismísimo diablo de mal humor.