Cuando ayer, en
primera fila para verme cantar, con un vestido que parecía robado a la
primavera, la abuela sacó de su cartera la bolsita con caramelos de menta
rellenos con chocolate y empezó a convidar a la concurrencia, el alma me giró
de ternura como acróbata en saltimbanqui.
La gorda,
habanico en mano, con la boquita pintada --y labial colado en las arrugas--
desde su butaca vip en el sal
ón de la Alianza
Francesa, ofrecía dulzuras a media luz, codazo de aviso de por medio, como si
estuviera en el cine.
Minutos antes, desde
el mismo lugar, había aplaudido y celebrado cada una de mis histriónicas
intervenciones como Tita Merello, aún aquellas fuera de tiempo o de tono, como
si de su euforia dependiera mi éxito.
--La abuela cree
que es un concurso --me contó mi vieja divertida.
--¿Y vos que le
dijiste?
--Que sí.
--Ah, no seas
mala. Decile la verdad. Con razón aplaude tanto.
--Cree que ahora
van a dar los nombres de los ganadores. Y ¿sabés qué dice? "Anahí va a
salir primera".
Siempre estuvo
bastante loca la abuela. Desde que tengo memoria rezonga por el calor, el
marido, los vecinos, los perros, la mugre, porque los pájaros cantan y porque
no. Y sin embargo, una dulzura sutil atraviesa y trasciende cada acto de su
violento carácter. Es capaz de sacarse la comida de la boca para dársela
alguien que pase por el barrio vendiendo repasadores.
Qué nadie se atreva, a tocar
a mi abuela...